La
puerta se abrió y salió él, erguido, altivo, desafiante, con su mirada
penetrante. Lo había estado esperando casi una hora tomando el café con leche
de la mañana y fumando tabaco. Era el momento perfecto del día que acababa de
empezar y que me llevaría a vivir muchas y diferentes experiencias con mis dos
amigas, Adriana y Ana.
Deseaba que
llegaran esas vivencias pero no podía evitar sentirme atraído por él, por su
sencillez; aunque, al mismo tiempo, su porte irradiaba un cuidado muy atendido,
una dedicación a su cuerpo casi enfermiza pero necesaria.
Veía como cada
mañana, al salir el sol, acudía a su casa otro hombre con el que mantenía una
relación idílica.
Era
evidente que se conocían desde hacía muchos años. Se dejaba acariciar por ese
hombre que se había convertido en su amante. Pensé en esperarle a la mañana
siguiente, escondido, y darle un golpe mortal para ocupar su lugar. Así, sería
yo quien le acariciaría cada mañana. Pero el miedo frenaba mis instintos y me
conformé con ser un mero espectador. Observador de su belleza.
Y todo siguió
igual. Seguí tomando mi café con leche todas las mañanas disfrutando desde la
distancia de la belleza de mi amigo el caballo.
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