domingo, 13 de enero de 2013

Un día de marzo entre montañas


La felicidad no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que se hace. No sé si realmente la frase era así, pero se puede aplicar a la teoría que intenta explicar el concepto de la felicidad. Consejos prácticos, o no tan prácticos, que se ven muy claros una vez conocidos. Es una de esas situaciones en las que se ha de pensar que antes de verlo o leerlo no se había caído en la cuenta, como aquel artista que, a través de la fotografía, de la pintura o de otra disciplina, nos muestra una obra que es única porque sólo el autor o autora ha sabido reparar en eso que el espectador puede ver tan evidente.
Eso sin entrar a debatir sobre la forma, estilo.
-“¿Por qué estaré pensando yo en esto ahora?”, se preguntó a sí mismo mientras daba unas caladas al cigarrillo que se acababa de encender.
Era media tarde y el verde de los pinos empezaba a oscurecer, antes de dar cobijo a las lechuzas y búhos que al caer la noche comenzaban sus aventuras. Nocturnidad que sabía apreciar cada vez más, una vez superados los miedos al oir uno u otro ruído, tan normal en la zona donde se encontraba David. Un paraje natural al sur, el Montdúver al este, el Cingle Verd al oeste y la Valldigna al norte.
-“Voy al pueblo a por las habas, ¿quieres algo?.
-“No, hasta luego”.
Ella Fitzerald era la única compañía que había en la casa. David sabía que los próximos días serían perfectos. Objetivos a corto plazo fijados en la cabeza. Ésa era una de las máximas a alcanzar según señalaban algunos de esos libros de autoayuda, aunque no hacía mucho, tal vez dos o tres semanas, una compañera de trabajo lo comentó mientras todos hablaban del ritmo agobiante que seguían todos en la empresa.
-“Si te fijas unos objetivos a corto plazo es más fácil conseguirlos y, así, puedes ser más feliz”, fue lo que dijo aquel día.
Ese plazo de tiempo era para David un total de cuatro días: de Jueves Santo a Domingo de Resurrección. Era el primer año que tenía vacaciones completas. Algo que meses atrás le hubiera parecido imposible. Pero se equivocó porque podía dedicar esos cuatro días a lo que él quisiera.
El día era gris. No parecía que iba a llover y la niebla creaba un ambiente agradable en medio de las montañas.
-“Me apetece tomar un chocolate caliente. ¿Vamos?”.
-“Buena idea. Ahora me ducho y nos bajamos”.
Decían que el camino era peligroso pero, tal vez por la costumbre al subir y bajar tantas veces, David lo conocía perfectamente. Aunque nunca dejaba de estar atento para evitar sorpresas de algún conductor dominguero o trasnochado que, con toda la tranquilidad, invaden el carril contrario mientras contemplan las montañas.
Alguna que otra vez se imaginaba todo aquello invadido por edificios gigantescos, multisalas de cine con burguer incluído, e incluso una minipista artificial de esquí. Algo que sólo era eso, imaginable. Porque, afortunadamente, se trataba de una zona bastante protegida dando prioridad a las zonas verdes ante el ladrillo o bloque.

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